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"Aunque seguí cursando en ingeniería aeroespacial, no tenía paz y mi corazón se atraía hacia las cosas de Dios." -

                                Fray  Antonio María Díez de Medina, CFR

 

          En el Nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo, Amén. El primer instante de una semilla vocacional plantado en mi vida fue a la edad de siete u ocho años en los Estados Unidos (Nací en Bolivia). Jesús me impresionó: «Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará» (Marcos 8, 34-35). ¡Yo quería ser discípulo de Jesucristo! Alrededor de ese tiempo, también leí la historia de San Francisco de Asís, como este hombre dejó todo para vivir completamente para Dios y para los pobres. Yo quería hacer lo mismo.

          Otra ocasión de gracia fue en Japón a los quince años. Allí vivimos a causa del trabajo de mi papá, y fue allí donde recibí el Espíritu Santo de una manera más plena en el sacramento de la confirmación. Los primeros pensamientos acerca del sacerdocio se manifestaron durante ese tiempo.

            Pero la conversión más dramática sucedió en los primeros meses de la universidad. A los dieciocho años y después de una secundaria probando un poco los valores del mundo, ya estaba listo para hacer lo que quería, etc. ¡Pero Dios tuvo otro plan! Decidí a ir a un retiro para jóvenes, y confesé por la primera vez en cuatro años. Esa experiencia gozosa fue algo increíble: se me quitó el peso de mis pecados de mis hombros, ¡y me sentí como una nueva creación! Y fue precisamente allí—en el confesionario—que oí una llamada fuerte al sacerdocio; no por los oídos, sino por el alma y en mi corazón.

            Esto fue en mi primer año de la universidad. Aunque seguí cursando en ingeniería aeroespacial, no tenía paz y mi corazón se atraía hacia las cosas de Dios. Era justamente durante una Marcha Por La Vida—en contra del aborto provocado--en Washington D.C., EEUU, donde me encontré con unos barbudos del tiempo medieval, es decir, los frailes franciscanos de la renovación. Era un grupo religioso de franciscanos, fieles a la pobreza, a las enseñanzas de la Iglesia Católica, y con un celo para evangelizar y servir a los más necesitados. Yo también quería hacer y vivir todo esto.

            Pero de otra mano, aunque sentía una atracción y quería saber más de los frailes, todavía resistía a Dios. Mis años de universidad fueron un tiempo de a veces decir «¡sí!» con un corazón abierto hacia Dios, y otras veces discutía con el Señor, porque tenía otros planes para mi vida y no quería someterme a Su voluntad. Era muy testarudo. No obstante, si fuera realmente sincero conmigo mismo, con los demás, y con Dios, ya sabía cuál era mi llamada—el sacerdocio y la vida franciscana. Aquellas primeras semillas de mi niñez y adolescencia siguieron creciendo.

 

          En mi tercer año de la universidad, entré al confesionario una vez y sentí la presencia del Espíritu Santo. Compartí con el sacerdote que tenía una tristeza y un temor de que si yo le dijera «sí» a Dios, sería una vida de sufrimiento. El padre me contestó: «En esta vida, mientras que uno más ama, más sufre.» Empecé a llorar. Jesús amó hasta el final, y Él nos muestra como amar; ¡Su amor es más grande que la muerte!

            Puse mi llamada a la prueba también: «Ok Señor, seré un sacerdote al menos que me encuentre con la mujer perfecta.» Tenía la ideal de la mujer perfecta, ella quien sería mi fuente de felicidad. Me enamoré de mi buena amiga (quien pensaba ser monja), y estaba loco por ella. Era un ídolo para mí, porque solo Dios puede ser tu primer amor, no otra creatura. Algunas cosas sucedieron y se me rompió el corazón. Necesitaba esto para que Dios me diera un corazón nuevo, y aprendiera a amar primero a Dios.

            Por fin, decidí a visitar al convento para conocer a los frailes.  La visita fue un tiempo tan alegre pero también de angustia. En mi corazón hablaba con Dios diciendo: «Señor, si Tú realmente me estás llamando, tengo una tristeza en mi corazón y alma; es como si Tú quieres que yo vaya por la cruz, que yo me muera a mí mismo.»  Más luego Dios me respondió en lo afirmativo. Aquí me encontré de nuevo con la semilla sembrada en mi niñez a causa de las palabras de Jesucristo.

 

             Me faltaba la confianza en Dios, y la confianza creció en mi porque me sanaba, me dio Su amistad en el Santísimo Sacramento, y me dio Su Madre en la devoción y consagración a la Virgen María.

 

            Concluyo con una cita: «El amor de Dios es una aventura, y lo triste hoy en día es que hay tan pocos aventureros.»  Sea ese aventurero quien ama a Dios. Amén.

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